¡Cuan largos eran los viajes en aquellos tiempos! Largos, incómodos y... peligrosos.

¡Cuantas cabalgadas por tierras de infieles! ¡Cuantas jornadas de camino, bajo el sol y la lluvia!

Las antiguas vías romanas caídas en el olvido y los múltiples caminos de montaña, mantenidos por pastores, leñadores, campesinos y algún que otro comerciante aventurero, poco a poco fueron más transitadas.

Surgieron nuevas rutas que comunicaban nuestros castillos, torres, pueblos y ermitas. La más importantes seguían el curso de los ríos y discurrían por las veredas.

Nuestros emisarios recorrían a menudo nuestras plazas más fuertes, cabeza de las encomiendas más importantes que la Orden dispuso en la Corona de Aragón.

Del castillo de Monzón al de Gardeny (Lérida), por el valle del Cinca al Segre, bajando hasta el Ebro donde se encuentra el castillo de Miravet que conduce a la ciudad de Tortosa, donde magníficas "naus" templarias nos permitían surcar el mar hasta Tierra Santa o a Peníscola, nuestro San Juan de Acre renacido...